viernes, 19 de diciembre de 2014

HANSEL Y GRETEL


Hansel y Gretel

Junto a un bosque muy grande vivía un pobre leñador con su mujer y dos hijos; el niño se llamaba Hänsel, y la niña, Gretel. Apenas tenían qué comer, y en una época de carestía que sufrió el país, llegó un momento en que el hombre ni siquiera podía ganarse el pan de cada día. Estaba el leñador una noche en la cama, cavilando y revolviéndose, sin que las preocupaciones le dejaran pegar el ojo; finalmente, dijo, suspirando, a su mujer: - ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo alimentar a los pobres pequeños, puesto que nada nos queda? - Se me ocurre una cosa -respondió ella-.
Mañana, de madrugada, nos llevaremos a los niños a lo más espeso del bosque. Les encenderemos un fuego, les daremos un pedacito de pan y luego los dejaremos solos para ir a nuestro trabajo. Como no sabrán encontrar el camino de vuelta, nos libraremos de ellos. - ¡Por Dios, mujer! -replicó el hombre-. Eso no lo hago yo. ¡Cómo voy a cargar sobre mí el abandonar a mis hijos en el bosque! No tardarían en ser destrozados por las fieras. - ¡No seas necio! -exclamó ella-. ¿Quieres, pues, que nos muramos de hambre los cuatro? ¡Ya puedes ponerte a aserrar las tablas de los ataúdes! -. Y no cesó de importunarle hasta que el hombre accedió-. Pero me dan mucha lástima -decía. Los dos hermanitos, a quienes el hambre mantenía siempre desvelados, oyeron lo que su madrastra aconsejaba a su padre. Gretel, entre amargas lágrimas, dijo a Hänsel: - ¡Ahora sí que estamos perdidos! - No llores, Gretel -la consoló el niño-, y no te aflijas, que yo me las arreglaré para salir del paso.
Y cuando los viejos estuvieron dormidos, levantóse, púsose la chaquetita y salió a la calle por la puerta trasera. Brillaba una luna esplendoroso y los blancos guijarros que estaban en el suelo delante de la casa, relucían como plata pura. Hänsel los fue recogiendo hasta que no le cupieron más en los bolsillos. De vuelta a su cuarto, dijo a Gretel: - Nada temas, hermanita, y duerme tranquila: Dios no nos abandonará -y se acostó de nuevo. A las primeras luces del día, antes aún de que saliera el sol, la mujer fue a llamar a los niños: - ¡Vamos, holgazanes, levantaos! Hemos de ir al bosque por leña-. Y dando a cada uno un pedacito de pan, les advirtió-: Ahí tenéis esto para mediodía, pero no os lo comáis antes, pues no os daré más. Gretel se puso el pan debajo del delantal, porque Hänsel llevaba los bolsillos llenos de piedras, y emprendieron los cuatro el camino del bosque. Al cabo de un ratito de andar, Hänsel se detenía de cuando en cuando, para volverse a mirar hacia la casa. Dijo el padre: - Hänsel, no te quedes rezagado mirando atrás, ¡atención y piernas vivas! - Es que miro el gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós -respondió el niño.
Y replicó la mujer: - Tonto, no es el gato, sino el sol de la mañana, que se refleja en la chimenea. Pero lo que estaba haciendo Hänsel no era mirar el gato, sino ir echando blancas piedrecitas, que sacaba del bolsillo, a lo largo del camino. Cuando estuvieron en medio del bosque, dijo el padre: - Recoged ahora leña, pequeños, os encenderé un fuego para que no tengáis frío. Hänsel y Gretel reunieron un buen montón de leña menuda. Prepararon una hoguera, y cuando ya ardió con viva llama, dijo la mujer: - Poneos ahora al lado del fuego, chiquillos, y descansad, mientras nosotros nos vamos por el bosque a cortar leña. Cuando hayamos terminado, vendremos a recogeros. Los dos hermanitos se sentaron junto al fuego, y al mediodía, cada uno se comió su pedacito de pan. Y como oían el ruido de los hachazos, creían que su padre estaba cerca. Pero, en realidad, no era el hacha, sino una rama que él había atado a un árbol seco, y que el viento hacía chocar contra el tronco.
Al cabo de mucho rato de estar allí sentados, el cansancio les cerró los ojos, y se quedaron profundamente dormidos. Despertaron, cuando ya era noche cerrada. Gretel se echó a llorar, diciendo: - ¿Cómo saldremos del bosque? Pero Hänsel la consoló: - Espera un poquitín a que brille la luna, que ya encontraremos el camino. Y cuando la luna estuvo alta en el cielo, el niño, cogiendo de la mano a su hermanita, guiose por las guijas, que, brillando como plata batida, le indicaron la ruta. Anduvieron toda la noche, y llegaron a la casa al despuntar el alba. Llamaron a la puerta y les abrió la madrastra, que, al verlos, exclamó: - ¡Diablo de niños! ¿Qué es eso de quedarse tantas horas en el bosque? ¡Creíamos que no queríais volver! El padre, en cambio, se alegró de que hubieran vuelto, pues le remordía la conciencia por haberlos abandonado. Algún tiempo después hubo otra época de miseria en el país, y los niños oyeron una noche cómo la madrastra, estando en la cama, decía a su marido: - Otra vez se ha terminado todo; sólo nos queda media hogaza de pan, y sanseacabó. Tenemos que deshacernos de los niños. Los llevaremos más adentro del bosque para que no puedan encontrar el camino; de otro modo, no hay salvación para nosotros. Al padre le dolía mucho abandonar a los niños, y pensaba: «Mejor harías partiendo con tus hijos el último bocado».
Pero la mujer no quiso escuchar sus razones, y lo llenó de reproches e improperios. Quien cede la primera vez, también ha de ceder la segunda; y, así, el hombre no tuvo valor para negarse. Pero los niños estaban aún despiertos y oyeron la conversación. Cuando los viejos se hubieron dormido, levantóse Hänsel con intención de salir a proveerse de guijarros, como la vez anterior; pero no pudo hacerlo, pues la mujer había cerrado la puerta. Dijo, no obstante, a su hermanita, para consolarla: - No llores, Gretel, y duerme tranquila, que Dios Nuestro Señor nos ayudará. A la madrugada siguiente se presentó la mujer a sacarlos de la cama y les dio su pedacito de pan, más pequeño aún que la vez anterior. Camino del bosque, Hänsel iba desmigajando el pan en el bolsillo y, deteniéndose de trecho en trecho, dejaba caer miguitas en el suelo. - Hänsel, ¿por qué te paras a mirar atrás? -preguntóle el padre-. ¡Vamos, no te entretengas! - Estoy mirando mi palomita, que desde el tejado me dice adiós. - ¡Bobo! -intervino la mujer-, no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que brilla en la chimenea. Pero Hänsel fue sembrando de migas todo el camino. La madrastra condujo a los niños aún más adentro del bosque, a un lugar en el que nunca había estado. Encendieron una gran hoguera, y la mujer les dijo: - Quedaos aquí, pequeños, y si os cansáis, echad una siestecita.
Nosotros vamos por leña; al atardecer, cuando hayamos terminado, volveremos a recogemos. A mediodía, Gretel partió su pan con Hänsel, ya que él había esparcido el suyo por el camino. Luego se quedaron dormidos, sin que nadie se presentara a buscar a los pobrecillos; se despertaron cuando era ya de noche oscura. Hänsel consoló a Gretel diciéndole: - Espera un poco, hermanita, a que salga la luna; entonces veremos las migas de pan que yo he esparcido, y que nos mostrarán el camino de vuelta. Cuando salió la luna, se dispusieron a regresar; pero no encontraron ni una sola miga; se las habían comido los mil pajarillos que volaban por el bosque. Dijo Hänsel a Gretel: - Ya daremos con el camino -pero no lo encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque; sufrían además de hambre, pues no habían comido más que unos pocos frutos silvestres, recogidos del suelo. Y como se sentían tan cansados que las piernas se negaban ya a sostenerlos, echáronse al pie de un árbol y se quedaron dormidos.
Y amaneció el día tercero desde que salieron de casa. Reanudaron la marcha, pero cada vez se extraviaban más en el bosque. Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre. Pero he aquí que hacia mediodía vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, posado en la rama de un árbol; y cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo. Cuando hubo terminado, abrió sus alas y emprendió el vuelo, y ellos lo siguieron, hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se posó; y al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de bizcocho, y las ventanas eran de puro azúcar. - ¡Mira qué bien! -exclamó Hänsel-, aquí podremos sacar el vientre de mal año. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, puedes probar la ventana, verás cuán dulce es. Se encaramó el niño al tejado y rompió un trocito para probar a qué sabía, mientras su hermanita mordisqueaba en los cristales. Entonces oyeron una voz suave que procedía del interior: «¿Será acaso la ratita la que roe mi casita?» Pero los niños respondieron: «Es el viento, es el viento que sopla violento». Y siguieron comiendo sin desconcertarse. Hänsel, que encontraba el tejado sabrosísimo, desgajó un buen pedazo, y Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo a dos carrillos. Abrióse entonces la puerta bruscamente, y salió una mujer viejísima, que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron de tal modo, que soltaron lo que tenían en las manos; pero la vieja, meneando la cabeza, les dijo: - Hola, pequeñines, ¿quién os ha traído?
Entrad y quedaos conmigo, no os haré ningún daño. Y, cogiéndolos de la mano, los introdujo en la casita, donde había servida una apetitosa comida: leche con bollos azucarados, manzanas y nueces. Después los llevó a dos camitas con ropas blancas, y Hänsel y Gretel se acostaron en ellas, creyéndose en el cielo. La vieja aparentaba ser muy buena y amable, pero, en realidad, era una bruja malvada que acechaba a los niños para cazarlos, y había construido la casita de pan con el único objeto de atraerlos. Cuando uno caía en su poder, lo mataba, lo guisaba y se lo comía; esto era para ella un gran banquete. Las brujas tienen los ojos rojizos y son muy cortas de vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales, por lo que desde muy lejos ventean la presencia de las personas. Cuando sintió que se acercaban Hänsel y Gretel, dijo para sus adentros, con una risotada maligna: «¡Míos son; éstos no se me escapan!». Levantóse muy de mañana, antes de que los niños se despertasen, y, al verlos descansar tan plácidamente, con aquellas mejillitas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes: «¡Serán un buen bocado!». Y, agarrando a Hänsel con su mano seca, llevólo a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. Gritó y protestó el niño con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil. Dirigióse entonces a la cama de Gretel y despertó a la pequeña, sacudiéndola rudamente y gritándole: - Levántate, holgazana, ve a buscar agua y guisa algo bueno para tu hermano; lo tengo en el establo y quiero que engorde.
Cuando esté bien cebado, me lo comeré. Gretel se echó a llorar amargamente, pero en vano; hubo de cumplir los mandatos de la bruja. Desde entonces a Hänsel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel no recibía sino cáscaras de cangrejo. Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía: - Hänsel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo. Pero Hänsel, en vez del dedo, sacaba un huesecito, y la vieja, que tenía la vista muy mala, pensaba que era realmente el dedo del niño, y todo era extrañarse de que no engordara. Cuando, al cabo de cuatro semanas, vio que Hänsel continuaba tan flaco, perdió la paciencia y no quiso aguardar más tiempo: - Anda, Gretel -dijo a la niña-, a buscar agua, ¡ligera! Esté gordo o flaco tu hermano, mañana me lo comeré. ¡Qué desconsuelo el de la hermanita, cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas! «¡Dios mío, ayúdanos! -rogaba-. ¡Ojalá nos hubiesen devorado las fieras del bosque; por lo menos habríamos muerto juntos!». - ¡Basta de lloriqueos! -gritó la vieja-; de nada han de servirte. Por la madrugada, Gretel hubo de salir a llenar de agua el caldero y encender fuego. - Primero coceremos pan -dijo la bruja-. Ya he calentado el horno y preparado la masa -. Y de un empujón llevó a la pobre niña hasta el horno, de cuya boca salían grandes llamas. Entra a ver si está bastante caliente para meter el pan -mandó la vieja. Su intención era cerrar la puerta del horno cuando la niña estuviese en su interior, asarla y comérsela también. Pero Gretel le adivinó el pensamiento y dijo: - No sé cómo hay que hacerlo; ¿cómo lo haré para entrar? - ¡Habráse visto criatura más tonta! -replicó la bruja-. Bastante grande es la abertura; yo misma podría pasar por ella -y, para demostrárselo, se adelantó y metió la cabeza en la boca del horno. Entonces Gretel, de un empujón, la precipitó en el interior y, cerrando la puerta de hierro, corrió el cerrojo. ¡Allí era de oír la de chillidos que daba la bruja! ¡Qué gritos más pavorosos! Pero la niña echó a correr, y la malvada hechicera hubo de morir quemada miserablemente.
Corrió Gretel al establo donde estaba encerrado Hänsel y le abrió la puerta, exclamando: ¡Hänsel, estamos salvados; ya está muerta la bruja! Saltó el niño afuera, como un pájaro al que se le abre la jaula. ¡Qué alegría sintieron los dos, y cómo se arrojaron al cuello uno del otro, y qué de abrazos y besos! Y como ya nada tenían que temer, recorrieron la casa de la bruja, y en todos los rincones encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas. - ¡Más valen éstas que los guijarros! -exclamó Hänsel, llenándose de ellas los bolsillos. Y dijo Gretel: - También yo quiero llevar algo a casa -y, a su vez, se llenó el delantal de pedrería. - Vámonos ahora -dijo el niño-; debemos salir de este bosque embrujado -. A unas dos horas de andar llegaron a un gran río. - No podremos pasarlo -observó Hänsel-, no veo ni puente ni pasarela. - Ni tampoco hay barquita alguna -añadió Gretel-; pero allí nada un pato blanco, y si se lo pido nos ayudará a pasar el río -.
Y gritó: «Patito, buen patito mío Hänsel y Gretel han llegado al río. No hay ningún puente por donde pasar; ¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?». Acercóse el patito, y el niño se subió en él, invitando a su hermana a hacer lo mismo. - No -replicó Gretel-, sería muy pesado para el patito; vale más que nos lleve uno tras otro. Así lo hizo el buen pato, y cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y hubieron caminado otro trecho, el bosque les fue siendo cada vez más familiar, hasta que, al fin, descubrieron a lo lejos la casa de su padre. Echaron entonces a correr, entraron como una tromba y se colgaron del cuello de su padre. El pobre hombre no había tenido una sola hora de reposo desde el día en que abandonara a sus hijos en el bosque; y en cuanto a la madrastra, había muerto. Volcó Gretel su delantal, y todas las perlas y piedras preciosas saltaron por el suelo, mientras Hänsel vaciaba también a puñados sus bolsillos. Se acabaron las penas, y en adelante vivieron los tres felices.
 Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

PETER PAN


Peter Pan

Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les contaba a sus hermanos las aventuras de Peter.
Una noche, cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la habitación. campanilla
Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los Niños Perdidos...
- Campanilla os ayudará. Basta con que os eche un poco de polvo mágico para que podáis volar.
Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló:
- Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio cuando oye un tic-tac!
Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero, por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.
Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron prisioneros a Wendy, a Michael y a John.
Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello con la ayuda de Campanilla, hada quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy. Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de un poderosísimo veneno.
Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.
Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando de repente, oyeron una voz:
- ¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!
Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo.
El resto de los piratas no tardó en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.
Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver, así que Peter les llevó de nuevo a su casa.
- ¡Quédate con nosotros! -pidieron los niños.
- ¡Volved conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos.
- ¡Prometido! -gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.

EL PATITO FEO


El patito feo


¡Qué lindos eran los días de verano!, ¡qué agradable resultaba pasear por e campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de  heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Alrededor de los campos  había grandes bosques, en medio de los cuales se abrían hermosísimos lagos.
Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. A los otros patos les interesaba más nadar por el foso que llegarse a conversar con ella.
Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. "¡Pip, pip!", decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón.
—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.
—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo.
Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.
—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos¡ ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… ¡Ah, ése es un huevo de pava, puedes estar segura! Déjalo y enseña a nadar a los otros.
—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño.
—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.
Por fin se rompió el huevo. "¡Pip, pip!",, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:
—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Habrá de meterse en el agua, aunque tenga que empujarlo yo misma.
Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua.
patito feo 2
—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.
—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato.
Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato.
—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!
Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz:
—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.
Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.
—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo.
—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo.
—Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros.
Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. —De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida.
—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden tráermela sin pena.
patito feo 3
Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.
—¡Qué feo es! —decían.
Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral.
Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían:
—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!
Hasta su misma mamá, deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié.
Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo, saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires.
"¡Es porque soy tan feo!" —pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso nos importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.
¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.
Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.
—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.
—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.
Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo!
El patito dio un suspiro de alivio.
—Por suerte, soy tan feo, que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies.
Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patitoo, que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba "Hijito", sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre "Chiquitita Piernascortas". Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija.
Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.
—Pero, ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba.
Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: "nosotros y el mundo", porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.
—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.
—No.
—Pues entonces, ¡cállate!
Y el gato le preguntó:
—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.
Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.
—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear.
—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!
—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?
—No me comprendes —dijo el patito.
—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas.
—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito.
—Sí, vete —dijo la gallina.
Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era.
Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba "¡cau, cau!", de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas.
Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!
¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedóse muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.
A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo.
Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metióse de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzóse de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían!… Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída.
Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera.
Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.
—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.
Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas.
—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!
Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban… Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó:
—¡Ahí va un nuevo cisne!
Y los otros niños corearon con gritos de alegría:
—¡Sí, hay un cisne nuevo!
Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:
—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!
patito feo cisne
Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía como todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:
—Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo.

LA LIEBRE Y LA TORTUGA


La liebre y la tortuga

La liebre siempre se reía de la tortuga, porque era muy lenta. —¡Je, ¡el En realidad, no sé por qué te molestas en moverte -le dijo.
-Bueno -contestó la tortuga-, es verdad que soy lenta, pero siempre llego al final. Si quieres hacemos una carrera.
-Debes estar bromeando -dijo la liebre, despreciativa- Pero si insistes, no tengo inconveniente en hacerte una demostración.
Liebre y la tortuga
Era un caluroso día de sol y todos los animales fueron a ver la Gran Carrera. El topo levantó la bandera y dijo: -Uno, dos, tres... ¡Ya!
La liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás, tosiendo en una nube de polvo. Cuando echó a andar, la liebre ya se había perdido de vista.
Pero cuál no fue su horror al ver desde lejos cómo la tortuga le había adelantado y se arrastraba sobre la línea de meta. ¡Había ganado la tortuga! Desde lo alto de la colina, la liebre podía oír las aclamaciones y los aplausos.
-No es justo -gimió la liebre- Has hecho trampa. Todo el mundo sabe que corro más que tú.
-¡Oh! -dijo la tortuga, volviéndose para mirarla- Pero ya te dije que yo siempre llego. Despacio pero seguro.
-No tiene nada que hacer -dijeron los saltamontes- La tortuga está perdida.
"¡Je, je! ¡Esa estúpida tortuga!", pensó la liebre, volviéndose. "¿Para qué voy a correr? Mejor descanso un rato."
Así pues, se tumbó al sol y se quedó dormida, soñando con los premios y medallas que iba a conseguir.
La tortuga siguió toda la mañana avanzando muy despacio. La mayoría de los animales, aburridos, se fueron a casa. Pero la tortuga continuó avanzando. A mediodía pasó ¡unto a la liebre, que dormía al lado del camino. Ella siguió pasito a paso.
Finalmente, la liebre se despertó y estiró las piernas. El sol se estaba poniendo. Miró hacia atrás y se rió:
—¡Je, ¡el ¡Ni rastro de esa tonta tortuga! Con un gran salto, salió corriendo en dirección a la meta para recoger su premio.
La tortuga y la liebre
Pero cuál no fue su horror al ver desde lejos cómo la tortuga le había adelantado y se arrastraba sobre la línea de meta. ¡Había ganado la tortuga! Desde lo alto de la colina, la liebre podía oír las aclamaciones y los aplausos.
-No es justo -gimió la liebre- Has hecho trampa. Todo el mundo sabe que corro más que tú.
-¡Oh! -dijo la tortuga, volviéndose para mirarla- Pero ya te dije que yo siempre llego. Despacio pero seguro.

PINOCHO


Pinocho

Hace mucho tiempo, un carpintero llamado Gepeto, como se sentía muy solo, cogió de su taller un trozo de madera y construyó un muñeco llamado Pinocho.
–¡Qué bien me ha quedado! –exclamó–. Lástima que no tenga vida. Cómo me gustaría que mi Pinocho fuese un niño de verdad. Tanto lo deseaba que un hada fue hasta allí y con su varita dio vida al muñeco.

–¡Hola, padre! –saludó Pinocho.
–¡Eh! ¿Quién habla? –gritó Gepeto mirando a todas partes.
–Soy yo, Pinocho. ¿Es que ya no me conoces?
–¡Parece que estoy soñando! ¡Por fin tengo un hijo!
Gepeto pensó que aunque su hijo era de madera tenía que ir al colegio. Pero no tenía dinero, así que decidió vender su abrigo para comprar los libros.

Salía Pinocho con los libros en la mano para ir al colegio y pensaba:
–Ya sé, estudiaré mucho para tener un buen trabajo y ganar dinero, y con ese dinero compraré un buen abrigo a Gepeto.
De camino, pasó por la plaza del pueblo y oyó:

–¡Entren, señores y señoras! ¡Vean nuestro teatro de títeres!
Era un teatro de muñecos como él y se puso tan contento que bailó con ellos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no tenían vida y bailaban movidos por unos hilos que llevaban atados a las manos y los pies.

–¡Bravo, bravo! –gritaba la gente al ver a Pinocho bailar sin hilos.
–¿Quieres formar parte de nuestro teatro? –le dijo el dueño del teatro al acabar la función.
–No porque tengo que ir al colegio.
–Pues entonces, toma estas monedas por lo bien que has bailado –le dijo un señor.
Pinocho siguió muy contento hacia el cole, cuando de pronto:

–¡Vaya, vaya! ¿Dónde vas tan deprisa, jovencito? –dijo un gato muy mentiroso que se encontró en el camino.
–Voy a comprar un abrigo a mi padre con este dinero.
–¡Oh, vamos! –exclamó el zorro que iba con el gato–. Eso es poco dinero para un buen abrigo. ¿No te gustaría tener más?
–Sí, pero ¿cómo? –contestó Pinocho.
–Es fácil –dijo el gato–. Si entierras tus monedas en el Campo de los Milagros crecerá una planta que te dará dinero.
–¿Y dónde está ese campo?
–Nosotros te llevaremos –dijo el zorro.

Así, con mentiras, los bandidos llevaron a Pinocho a un lugar lejos de la ciudad, le robaron las monedas y le ataron a un árbol.

Gritó y gritó pero nadie le oyó, tan sólo el Hada Azul.

–¿Dónde perdiste las monedas?
–Al cruzar el río –dijo Pinocho mientras le crecía la nariz.

Se dio cuenta de que había mentido y, al ver su nariz, se puso a llorar.

–Esta vez tu nariz volverá a ser como antes, pero te crecerá si vuelves a mentir –dijo el Hada Azul.

Así, Pinocho se fue a la ciudad y se encontró con unos niños que reían y saltaban muy contentos.

–¿Qué es lo que pasa? –preguntó.

–Nos vamos de viaje a la Isla de la Diversión, donde todos los días son fiesta y no hay colegios ni profesores. ¿Te quieres venir?

–¡Venga, vamos!

Entonces, apareció el Hada Azul.

–¿No me prometiste ir al colegio? –preguntó.

–Sí –mintió Pinocho–, ya he estado allí.

Y, de repente, empezaron a crecerle unas orejas de burro. Pinocho se dio cuenta de que le habían crecido por mentir y se arrepintió de verdad. Se fue al colegio y luego a casa, pero Gepeto había ido a buscarle a la playa con tan mala suerte que, al meterse en el agua, se lo había tragado una ballena.

–¡Iré a salvarle! –exclamó Pinocho.

Se fue a la playa y esperó a que se lo tragara la ballena. Dentro vio a Gepeto, que le abrazó muy fuerte.

–Tendremos que salir de aquí, así que encenderemos un fuego para que la ballena abra la boca.

Así lo hicieron y salieron nadando muy deprisa hacia la orilla. El papá del muñeco no paraba de abrazarle. De repente, apareció el Hada Azul, que convirtió el sueño de Gepeto en realidad, ya que tocó a Pinocho y lo convirtió en un niño de verdad
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LOS TRES CERDITOS



Los tres cerditos

Erase una vez tres cerditos que vivían en una casita con sus padres. Pero a medida que iban creciendo, parecía que la casa se volvía pequeña para darles cabida a todos.
—¡No tenemos sitio suficiente!
-exclamó un día su madre— ¡Debéis marcharos y abriros camino en la vida por vuestros propios medios!
—Yo me construiré una casa para mí solo —dijo el primer cerdito.
—¡Yo también! —dijo el segundo.
—¡Yo también! —dijo el tercero.
El primer cerdito se construyó una casa de paja. El segundo, una casa de estacas. Y el tercero, una casa de piedra. Le llevó mucho más tiempo construirla que a sus hermanos, pero era más acogedora y confortable.
Un día, al poco de haber terminado el primer cerdito su casa de paja, llamaron a la puerta.
—Cerdito, cerdito, por favor, déjame entrar -dijo un gran lobo negro, que pensaba comerse unas ricas chuletas de cerdo para almorzar.
—No, no, ¡ni hablar!
—dijo el primer cerdito, echando el cerrojo a la puerta de paja.
—¡Entonces, soplaré y soplaré hasta derribar tu casa!

—gruñó el lobo.

Y eso fue exactamente lo que hizo La casita de paja voló por los aires como si se tratara de un frágil pajar, y el primer cerdito fue corriendo V chillando a casa del segundo cerdito.
El lobo le siguió jadeando y llegó a la puerta de la casa de estacas.
—Cerditos, cerditos, por favor, dejadme entrar —dijo el lobo a través del buzón, pensando en el jugoso pedazo de tocino que se merendaría.
—No, no, ¡ni hablar!
—chilló el segundo cerdito, y echó el cerrojo a la puerta de estacas.
















—¡Entonces, soplaré y soplaré hasta derribar tu casa!

Y eso fue exactamente lo que hizo. La casita de estacas voló por los aires como si se tratara de un vulgar juego de artificio y los dos cerditos huyeron corriendo a la casa de piedra de su hermano.
El lobo les siguió jadeando y gruñó a través del buzón de la casa del tercer cerdito:
-Cerditos, cerditos, por favor, dejadme entrar -y el lobo pensaba en el sabroso jamón que tomaría para cenar.
-No, no, ¡ni hablar! —chilló el tercer cerdito, y echó el cerrojo a la gran puerta de roble de su casa de piedra.
El lobo soltó una carcajada y exclamó: -¡Entonces, soplaré y soplaré hasta derribar tu casa!
Y eso fue exactamente lo que intentó hacer. Sopló y sopló. Pero por más que soplaba, no logró mover ni una piedra de la casita.

—¡Caramba con este cerdito! —gruñó el hambriento lobo-. Cree estar a salvo en su casa de piedra, pero hay más de un medio para entrar en ella.
Buscó una escalera y trepó al tejado de la casa de piedra.
"Tres cerditos para cenar", pensaba. "Qué ricos estarán." Y empezó a bajar deslizándose por la chimenea.






Los tres cerditos oían las uñas del lobo arañando el tejado. . .
—¡Dios mío!
—exclamaron el primer y el segundo cerditos
—. ¿Qué podemos hacer?
Pero el tercer cerdito, que estaba ocupado preparando la sopa en una olla sobre el hogar, avivó el fuego y se puso a escuchar tranquilamente el borboteo de la sopa que hervía.
El lobo bajó deslizándose por la chimenea y ¡PLAF! cayó dentro de la olla. Entonces se oyó un grito muy fuerte: era el fin del malvado lobo.

EL GATO CON BOTAS



El gato con botas


Había una vez un molinero cuya única herencia para sus tres hijos eran su molino, su asno y su gato. Pronto se hizo la repartición sin necesitar de un clérigo ni de un abogado, pues ya habían consumido todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocóel molino, al segundo el asno, y al menor el gato que quedaba.
El pobre joven amigo estaba bien inconforme por haber recibido tan poquito.
-”Mis hermanos”- dijo él,-”pueden hacer una bonita vida juntando sus bienes, pero por mi parte, después de haberme comido al gato, y hacer unas sandalias con su piel, entonces no me quedará más que morir de hambre.”-
El gato, que oyó todo eso, pero no lo tomaba así, le dijo en un tono firme y serio:
-”No te preocupes tanto, mi buen amo. Si me das un bolso, y me tienes un par de botas para mí, con las que yo pueda atravesar lodos y zarzales, entonces verás que no eres tan pobre conmigo como te lo imaginas.”-
El amo del gato no le dió mucha posibilidad a lo que le decía. Sin embargo, a menudo lo había visto haciendo ingeniosos trucos para atrapar ratas y ratones, tal como colgarse por los talones, o escondiéndose dentro de los alimentos y fingiendo estar muerto. Así que tomó algo de esperanza de que él le podría ayudar a paliar su miserable situación.
Después de recibir lo solicitado, el gato se puso sus botas galantemente, y amarró el bolso alrededor de su cuello. Se dirigió a un lugar donde abundaban los conejos, puso en el bolso un poco de cereal y de verduras, y tomó los cordones de cierre con sus patas delanteras, y se tiró en el suelo como si estuviera muerto. Entonces esperó que algunos conejitos, de esos que aún no saben de los engaños del mundo, llegaran a mirar dentro del bolso.
Apenas recién se había echado cuando obtuvo lo que quería. Un atolondrado e ingenuo conejo saltó a la bolsa, y el astuto gato, jaló inmediatamente los cordones cerrando la bolsa y capturando al conejo.
Orgulloso de su presa, fue al palacio del rey, y pidió hablar con su majestad. Él fue llevado arriba, a los apartamentos del rey, y haciendo una pequeña reverencia, le dijo:
-”Majestad, le traigo a usted un conejo enviado por mi noble señor, el Marqués de Carabás. (Porque ese era el título con el que el gato se complacía en darle a su amo).”-
-”Dile a tu amo”- dijo el rey, -”que se lo agradezco mucho, y que estoy muy complacido con su regalo.”-
En otra ocasión fue a un campo de granos. De nuevo cargó de granos su bolso y lo mantuvo abierto hasta que un grupo de perdices ingresaron, jaló las cuerdas y las capturó. Se presentó con ellas al rey, como había hecho antes con el conejo y se las ofreció. El rey, de igual manera recibió las perdices con gran placer y le dió una propina. El gato continuó, de tiempo en tiempo, durante unos tres meses, llevándole presas a su majestad en nombre de su amo.
Un día, en que él supo con certeza que el rey recorrería la rivera del río con su hija, la más encantadora princesa del mundo, le dijo a su amo:
-”Si sigues mi consejo, tu fortuna está lista. Todo lo que debes hacer es ir al río a bañarte en el lugar que te enseñaré, y déjame el resto a mí.”-
El Marqués de Carabás hizo lo que el gato le aconsejó, aunque sin saber por qué. Mientras él se estaba bañando pasó el rey por ahí, y el gato empezó a gritar:
-”¡Auxilio!¡Auxilio!¡Mi señor, el Marqués de Carabás se está ahogando!”-
Con todo ese ruido el rey asomó su oído fuera de la ventana del coche, y viendo que era el mismo gato que a menudo le traía tan buenas presas, ordenó a sus guardias correr inmediatamente a darle asistencia a su señor el Marqués de Carabás. Mientras los guardias sacaban al Marqués fuera del río, el gato se acercó al coche y le dijo al rey que, mientras su amo se bañaba, algunos rufianes llegaron y le robaron sus vestidos, a pesar de que gritó varias veces tan alto como pudo:
-”¡Ladrones!¡Ladrones!”-
En realidad, el astuto gato había escondido los vestidos bajo una gran piedra.
El rey inmediatamente ordenó a los oficiales de su ropero correr y traer uno de sus mejores vestidos para el Marqués de Carabás. El rey entonces lo recibió muy cortésmente. Y ya que los vestidos del rey le daban una apariencia muy atractiva (además de que era apuesto y bien proporcionado), la hija del rey tomó una secreta inclinación sentimental hacia él. El Marqués de Carabás sólo tuvo que dar dos o tres respetuosas y algo tiernas miradas a ella para que ésta se sintiera fuertemente enamorada de él. El rey le pidió que entrara al coche y los acompañara en su recorrido.
El gato, sumamente complacido del éxito que iba alcanzando su proyecto, corrió adelantándose. Reunió a algunos lugareños que estaban preparando un terreno y les dijo:
-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que los terrenos que ustedes están trabajando pertenecen al Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”-
Cuando pasó el rey, éste no tardó en preguntar a los trabajadores de quién eran esos terrenos que estaban limpiando.
-”Son de mi señor, el Marqués de Carabás.”- contestaron todos a la vez, pues las amenazas del gato los habían amedrentado.
-”Puede ver señor”- dijo el Marqués, -”estos son terrenos que nunca fallan en dar una excelente cosecha cada año.”-
El hábil gato, siempre corriendo adelante del coche, reunió a algunos segadores y les dijo:
-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que todos estos granos pertenecen al Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”-
El rey, que pasó momentos después, les preguntó a quien pertenecían los granos que estaban segando.
-”Pertenecen a mi señor, el Marqués de Carabás.”- replicaron los segadores, lo que complació al rey y al marqués. El rey lo felicitó por tan buena cosecha. El fiel gato siguió corriendo adelante y decía lo mismo a todos los que encontraba y reunía. El rey estaba asombrado de las extensas propiedades del señor Marqués de Carabás.
Por fin el astuto gato llegó a un majestuoso castillo, cuyo dueño y señor era un ogro, el más rico que se hubiera conocido entonces. Todas las tierras por las que había pasado el rey anteriormente, pertenecían en realidad a este castillo. El gato que con anterioridad se había preparado en saber quien era ese ogro y lo que podía hacer, pidió hablar con él, diciendo que era imposible pasar tan cerca de su castillo y no tener el honor de darle sus respetos.
El ogro lo recibió tan cortésmente como podría hacerlo un ogro, y lo invitó a sentarse.
-”Yo he oído”- dijo el gato, -”que eres capaz de cambiarte a la forma de cualquier criatura en la que pienses. Que tú puedes, por ejemplo, convertirte en león, elefante, u otro similar.”-
-”Es cierto”- contestó el ogro muy contento, -”Y para que te convenzas, me haré un león.”-
El gato se aterrorizó tanto por ver al león tan cerca de él, que saltó hasta el techo, lo que lo puso en más dificultad pues las botas no le ayudaban para caminar sobre el tejado. Sin embargo, el ogro volvió a su forma natural, y el gato bajó, diciéndole que ciertamente estuvo muyasustado.
-”También he oído”- dijo el gato, -”que también te puedes transformar en los animales más pequeñitos, como una rata o un ratón. Pero eso me cuesta creerlo. Debo admitirte que yo pienso que realmente eso es imposible.”-
-”¿Imposible?”- Gritó el ogro, -”¡Ya lo verás!”-
Inmediatamente se transformó en un pequeño ratón y comenzó a correr por el piso. En cuanto el gato vio aquello, lo atrapó y se lo tragó.
Mientras tanto llegó el rey, y al pasar vio el hermoso castillo y decidió entrar en él. El gato, que oyó el ruido del coche acercándose y pasando el puente, corrió y le dijo al rey:
-”Su majestad es bienvenido a este castillo de mi señor el Marqués de Carabás.”-
-”¿Qué?¡Mi señor Marqués!” exclamó el rey, -”¿Y este castillo también te pertenece? No he conocido nada más fino que esta corte y todos los edificios y propiedades que lo rodean. Entremos, si no te importa.”-
El marqués brindó su mano a la princesa para ayudarle a bajar, y siguieron al rey, quien iba adelante. Ingresaron a una espaciosa sala, donde estaba lista una magnífica fiesta, que el ogro había preparado para sus amistades, que llegaban exactamente ese mismo día, pero no se atrevían a entrar al saber que el rey estaba allí.


                                        FIN